El sacramento de la reconciliación o confesión fue instituido por Jesús. Antes de Él, ninguna persona del pueblo judío podía perdonar los pecados y, de hecho, cuando Jesús perdona a los pecadores, es un escándalo y una revolución, ya que se entendía que sólo Dios podía perdonar.  Jesús con este acto, se revela como Dios.

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Tras su resurrección, Jesús se aparece a los apóstoles y les da el poder de perdonar los pecados. Muchas personas se preguntan por qué si Dios lo sabe todo, es necesario decir el mal que hemos hecho a un sacerdote, una persona «normal» y pecadora como ellas mismas. Muchos prefieren «arreglarse» directamente con Jesús. Pero como cristianos sabemos que Jesús quiso dejar unas personas en el seno de la Iglesia para que realizaran este servicio en su nombre.  La reconciliación pasa por la Iglesia. De hecho, confesarse es un paso necesario para recibir la Eucaristía. Confesándonos, dejamos que Jesús nos purifique y nos permite recibir la Comunión dignamente.

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Jesús, en el confesionario, siempre nos está esperando, nos perdona todo y del todo, siempre. Jesús nos libera de las cadenas del pecado, que tanto nos esclaviza, y nos da la gracia de una conciencia limpia, de la reconciliación con Él, los demás y con nosotros mismos.

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